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LAS MANOS |
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Es un día como cualquier otro; la única diferencia es que se ha quedado sin trabajo. Manuel camina por la ciudad sin destino cierto, mirando sin ver, sin nada qué pensar; solamente se mueve. La gente que lo rodea, lo adelanta, lo atropella, no son nadie; pertenecen a esa faceta de la realidad de la cual se ha retirado. |
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Al llegar a su lugar de trabajo, lo ha recibido el muchacho que ordena los coches, le ha estrechado la mano y le ha dado los buenos días; lo habitual. Se produjo, como todos los días, la aglomeración frente a las puertas de los ascensores; sonrisas y movimientos de cabezas para intercambiar los saludos; dentro del ascensor lo de siempre: un qué tal del ascensorista, una palmada a la secretaria del cuarto piso, un apretón de manos con el ejecutivo (de tercera línea) de la empresa del séptimo; y al ingresar a las oficinas, la rutinaria sucesión de apretones, palmadas y agitaciones de mano para desearse los buenos días. Hay un memorando sobre el escritorio. Mientras acomoda su maletín lo ha leído de reojo: una citación en el salón de concejo a las 10 horas. Pide un café a una de las chicas de la planta quien se lo acerca con sonrisas; le coloca una mano sobre el hombro mientras espera que él se lo tome, le cuenta sobre sus problemas en casa; él apenas escucha, ya que ha empezado a preocuparse por la causa de la citación. La última vez que recibió una nota similar fue al final de la campaña del detergente, pero ahora no ha tenido ninguna cuenta demasiado movida, al menos en los pasados tres meses. |
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Ha caminado durante cinco horas. El tráfico se hace más intenso y escucha bocinazos y motores rugiendo, pero casi no los ve. Es la hora de salir, de regresar a casa, pero Manuel no camina hacia su casa, solamente anda sin rumbo. El reloj marca las 10, se levanta de su escritorio y camina hasta el salón de la cita; se hace anunciar e inmediatamente es recibido por los dos gerentes de planta y por el jefe de personal. Hablan. Si quisiera repetir lo que dijeron no podría. Recuerda sí que están despidiéndolo, porque no es necesario en la empresa, que puede optar por aceptar un cargo de menor importancia (y salario) en una de las sucursales del interior, donde se llevan a cabo cobranzas, pero que se sabe que son el camino seguro para de salir de circulación definitivamente. El ruido del tránsito lentamente y casi sin darse cuenta se apaga; Manuel mira a su alrededor, apenas reconoce el lugar. Está frente a la entrada de un parque rodeado de altos muros con puntas de acero sobre él. El portón es magnífico, con fuertes barrotes y una delicada filigrana de hojas y flores metálicas. Se siente atraído hacia allí y comienza a caminar por el sendero, de piedras planas y de formas desiguales. Hay árboles a su derecha y un poco más lejos se divisa un bosque cerrado. |
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Le
han ofrecido un plazo para responder y él lo ha aceptado. Setenta y dos
horas. Tres días. Para decir me voy a la sucursal o decir me voy. En
realidad nada lo ata a la capital. Sus padres han fallecido hace tiempo,
allá en la casa familiar que terminó en manos de un banco para saldar la
hipoteca. Su padre siempre fue un hombre lleno de ilusiones y con muy poco
espíritu práctico. A su edad avanzada creía que podía trabajar la
hacienda y hacerla rendir el dinero suficiente para pagar las deudas. Pero
no fue así. Un episodio nefasto le provocó la muerte repentina y
no pasó demasiado tiempo entre esa fecha y el día en que su madre se fue
para siempre. |
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La tarde pierde su luz y una penumbra casi blanca lo rodea. El aire está húmedo y no se escucha otro ruido que el susurro de la brisa entre las ramas de los viejos árboles. Un banco a su derecha le sugiere un descanso; realmente hace muchas horas que camina sin parar. No ha sido una carrera pero ahora nota que está cansado. Se sienta y apoya lentamente su espalda en el respaldo. |
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Su matrimonio está casi olvidado. Lo que lo unió a Marcela no fue una pasión desenfrenada, tampoco intereses mundanos. Eran novios hacía ya cinco años y los conocidos empezaban a preguntar, cada vez más frecuentemente, para cuándo los confites. Ambos se casaron por no tener otra cosa que hacer. Tampoco tenían coraje para cortar la relación. No había pasión de ningún tipo. No se extrañó cuando Marcela le contó que había conocido a otro hombre y que se había enamorado. Así como ese matrimonio había comenzado, terminó. |
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Desde su izquierda le parece ver algo que se acerca, rozando el piso. Gira la cabeza, pero solamente hay hojas secas. Mira hacia el fondo del claro que está delante, pero no puede ver el final, una especie de niebla blanca lo cubre. Otra vez le parece que algo corre hacia él, pero otra vez es una hoja seca. Se queda mirando las hojas, esperando que la brisa las mueva, pero la brisa corre hacia el otro lado. Busca la puerta con la mirada, debería estar allá, un poco lejos, a su izquierda, pero la niebla también la ha cubierto con su blanco velo. Siente que una mano sujeta su tobillo y rápidamente mueve el pie, sudando frío. Sonríe al ver una hoja seca enrollada alrededor del zapato, sacude el pie, y la hoja cae. Otra hoja le roza el cuello, produciéndole escalofríos. Inquieto, se levanta del banco y camina, lo intenta, hacia donde debería estar la salida. |
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Al despedirse de los jefes se han acercado a él y le han estrechado la mano, uno por uno. Sintió las pieles secas, gruesas, y ásperas que sacudían su mano, mezclando sonrisas y palabras que no escuchó. Salió. La recepcionista le saludó con una enorme boca llena de dientes afilados, las chicas de la planta abrían y cerraban las suyas en gestos parecidos a los de los perros alimentándose. Dijo cualquier cosa para salir de allí. Al entrar al ascensor el encargado le lanzó una franca mirada de odio. No quiso sacar el coche del estacionamiento porque el muchacho lo estaría esperando con el puñal en la mano. Las manos. Mientras camina no puede sacarse la sensación de espanto que sintió cuando los jefes le estrecharon su mano. Eran garras. Garras asesinas. Dedos ganchudos con huesos de metal y uñas de plástico. |
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Sus pies se enredan en el colchón de hojas y trastabilla, cayendo muy lentamente. Pone sus manos delante para frenar la caída y sus manos se entierran entre esas hojas secas, ásperas, que tanto se parecen ahora a las otras manos. Quiere gritar y la boca se llena de hojas secas; se quiere levantar; resbala una y otra vez, deshaciendo las hojas en trozos pequeños cada vez que lo intenta; lucha por respirar pero los pequeños trozos de hojas secas se meten en su nariz y llenan su garganta, secándola y ahogándolo. Un montón de esas hojas se le meten entre el abrigo y la piel, en el cuello, y le raspan, le lastiman, duele... Siente las manos laceradas y tiene que separarlas del piso; apoya su pecho sobre el colchón, y un instante después se da cuenta de su error. Ahora las hojas le suben por la espalda y siente que se meten en todos los rincones, que buscan su piel por debajo de la ropa, como manos secas que arañan la cintura, las pantorrillas, la espalda, su cráneo, los muslos. En un intento desesperado gira sobre sí mismo, buscando el aire para sus pulmones, pero las hojas que llenan su garganta no le dejan aspirar. Tose, escupe. Quiere gritar. Mira hacia el cielo pero solamente hay una niebla blanca. Con las manos quiere limpiarse la cara, la nariz, la boca, puede verlas, la niebla no las cubre, pero son dos enormes manchas rojas. Con un resto de vitalidad acerca las manos a los ojos para verlas mejor. Y un grito de pavor le llena los oídos. Dos enormes hojas secas, rojas de sangre, ocupan el lugar donde antes estaban sus manos, y ve cómo se le acercan a la cara sin poder controlarlas, y siente cómo le arrancan los ojos. |
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