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LORENZO, a su servicio

ÁGATAS

Arual entra en el patio flanqueado por dos edecanes. Debe esperar allí.  Percibe un suave y persistente aroma a sándalo llegando desde algún lugar.

Gira sobre sí, observando lenta y detenidamente los muros que rodean el lugar; altos y de aspecto aterciopelado, pequeñas ventanas de vidrios multicolores interrumpen la uniformidad de su superficie y lanzan chispas sobre los bancos de piedra, el estanque y las hojas de las plantas; el aire mismo parece estar poblado de puntos brillantes y coloridos.

Toma asiento y recuerda los últimos días, justo después de las ágatas; le gustan mucho las pequeñas piedras, sus matices, su brillo; recuerda haber entrado a ese local comercial con Analé y que al verlas, sin poder controlar sus impulsos, las tomó y salió corriendo.

Cómo le encontraron, le encerraron, le enjuiciaron y condenaron en apenas tres días (no faltaron los testigos) no le importa en absoluto. Sabe que de no haber sido por las ágatas no estaría allí.

Se le ofreció permutar la condena de prisión por un tiempo de prestación de servicios. Los días que permaneció en la cárcel a la espera del veredicto le parecieron extremadamente planos, aburridos, por lo que tomó la segunda opción.

Antes de entrar le han entregado ropas de color blanco y suave, y ahora espera que algo suceda.

Sobre el agua verde y oscura se destacan las hojas de los lotos; sus blancas flores tímidamente asomadas, al moverse suavemente de un lado al otro, parecen decir no, no, no. En algo le recuerdan a Analé; tal vez por su piel tan clara, o ese modo de inclinar la cabeza sobre su hombro, con los enormes ojos negros clavados en los suyos mientras declaraba en su contra.

Se acerca al agua; sentándose en el borde de piedra toma entre dos dedos el tallo de una flor, la mira fijamente y aprieta hasta que cae al agua, quebrada.

Un suave movimiento de hojas a sus espaldas le hace girar. Entre ellas asoman dos cristales amarillos que revelan la presencia de un gato. Se miran durante un rato; ninguno ha movido un solo músculo. No hay temor, sí una gran curiosidad. Finalmente el animal comienza a pasearse de un lado al otro, acercándose a Arual imperceptiblemente en cada paso hasta quedar al alcance de su mano. Se sienta sobre las piedras del sendero dándole la espalda, e inicia una minuciosa tarea de higiene personal.

Otro susurro a su derecha le hace girar esperando encontrar otros ojos amarillos, pero una cinta de hermosos colores se desliza entre las plantas. Se encoge ligeramente al notar que es una serpiente. El reptil sube al borde del estanque y con un movimiento gozoso se mete en el agua, por debajo de los lotos.

Arual se levanta y se aleja del estanque. Se sienta en uno de los bancos de piedra adosados al muro. Espera. Recorre el lugar con la mirada y siente alguna inquietud porque no puede ver la salida. Recuerda haber ingresado, con los dos hombres, por una puerta de color rojo, de gruesa madera y herrajes de bronce. También recuerda haber escuchado el ruido que hizo al cerrarse.

Se levanta y camina a lo largo del muro, buscándola. Cree que está llegando a un extremo pero no es así. Mira hacia atrás y se da cuenta de que ha pasado frente a la puerta sin verla. Regresa. No. No es la misma. Al menos por dentro no es roja.

Desanda el camino para volver a sentarse, mirar al gato, esperar la serpiente a que salga del agua, tiene hambre.

Le sorprende tener hambre, no recuerda cuándo comió por última vez; siente avidez, no es hambre, quiere... no sabe qué, pero desea, desea tener...

Las ágatas. El placer de sentirlas en su mano. Recuerda la carrera loca alejándose de la joyería. Buscar dónde, urgentemente, ya no tardarán en cazarle, y en su memoria aprieta sus manos llenas de ágatas...

Ya no las tenía cuando le apresaron. Había conseguido esconderlas. Las recuerda y se deleita en su memoria. Se recuesta sobre el banco, con los ojos cerrados, disfrutando el placer de saberlas suyas, hasta...

Abre los ojos y mira hacia el cielo. Una sensación de vértigo le invade mezclándose con náusea y espanto. Lo que está viendo allá arriba es su figura descansando sobre un banco de piedra adosado al muro perimetral, mientras ese gato allá se lame la cara y aquella serpiente asoma por el borde del estanque donde falta una flor de loto que flota cerca de la orilla.

Siente que viaja un millón de veces desde este-aquel cuerpo hasta aquel-este cuerpo percibiendo una infinidad de realidades iguales y sin solución de continuidad. Pierde el sentido.

El aroma de sándalo es penetrante y lentamente vuelve en sí. No quiere abrir los ojos por no ver lo que está en el cielo.

Una voz grave y levemente cascada le llama. De alguna manera le obliga a sentarse, a terminar de despertar y abrir los ojos. Frente a sí, de pie, alguien que se le parece pero que no es igual le está hablando. Es una persona mayor, más de treinta años mayor. Sus ropas son rojas y cada vez que termina una frase tose ahogadamente y se agita, como si una afección pulmonar le impidiese completar las palabras. No entiende qué le dice; quiere detener las palabras, explicar que no las entiende, quiere tapar esa boca jadeante con sus manos, pero no puede.

El otro se ríe, agitándose aun más, pero una sombra de burla va creciendo en el brillo de sus ojos. Arual se siente fuera de la realidad, frente a esta persona tan semejante pero tan diferente, y no le gusta la burla, no le gusta para nada esa sensación de inseguridad que está creciendo dentro de sí, cada palabra de ese ser le invade de una angustia nunca antes sentida.

Arual, Arual, Arual...

Lo que escucha es su nombre pero en su boca suena a espanto; estira su mano, con repulsión... debe callarle... que ya no lo diga...

Cuando le toca el otro suelta una larga carcajada, y sus ojos escalofriantemente triunfantes se clavan en los suyos, escucha en su cabeza Arual, Arual, no en sus oídos; no puede retirar la mano que se adhiere al pecho del otro, (¿o es otra?)

Cierra los ojos nuevamente y tose, agitado, jadeante; mira otra vez, pero lo que ve le saca de quicio. Delante de él, hay una joven, vestida con ropas blancas, quien tiene la mano apoyada en su propio pecho, cubierto con un sayo rojo.

Se siente viejo. Ahora sabe que Laura ha cumplido su sentencia y él, Arual, debe permanecer allí hasta que otro ladrón de ágatas opte por prestar un servicio a cambio de prisión.

Este cuento sirvió de base a Procedimiento SRVC - Queda publicado

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